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jueves, 3 de noviembre de 2011

Ella llora

Ella tiene 19 años, está en la ciudad del cielo sin estrellas, es un día cualquiera, a media tarde.
Hace poco tiempo que pegó un cambio radical de volante, y tiene el pelo corto y negro, y en verdad que no se siente muy segura en el mundo. Viste ropa común, y no la habitual en su subcultural mundo de hasta hace poco.
Decide ir a casa de un amigo, y otro amigo la acerca con el auto; le ofrece llevarla hasta la puerta y ella no acepta, son pocas cuadras, puede caminar.
Al bajar del auto, siente un escalofrío que la recorre justo en el momento en que pone el pie derecho en el pavimento, sin embargo toca la pata de conejo que tiene por llavero, y supone que eso la protegerá ante cualquier eventualidad, total, no son más de 6 cuadras.
Es la época de la policía maldita, en realidad el fin de la policía maldita, con el anterior Jefe recién metido preso y la tropa sin trabajo, con armas, y con los malos hábitos adquiridos en la gestión.
Ella camina, camina.
En una cuadra hay una cerca que aparenta que en la manzana hay una construcción, hay poca gente. Se cruza en esa cuadra a dos varones, aparentemente jóvenes, no como ella, pero de esa edad en la que ella no los llamaría "señores".
Como corresponde a una "señorita", al cruzarse y sentir sus miradas, ella mira al suelo - no hay que mirarlos a la cara, sería una señal que podría malinterpretarse.
Pero al llegar a la esquina, esos mismos varones se le ponen enfrente. Ella no logra ver sus rostros porque literalmente pegan a su nariz una credencial que difícilmente ella podría alcanzar a leer, por la distancia y el poco tiempo que le dan, pero le dicen que son policías y la suben a un auto.
Un auto, digamos, un Volkswagen escarabajo, de los que allá se llaman Vochito, blanco, recuerda ella.
Son tres. Uno maneja y claramente intenta que ella no le vea la cara. Ella está justo sentada atrás de él.
Los otros dos, uno a su lado y el otro en el asiento del acompañante, comienzan a gritarle, a increparla, apurados, afirmando que ella tiene drogas, que se identifique, que seguro es traficante.
Ella sólo tiene como identificación su credencial de la Universidad, que parece enojarlos más, le dicen "los estudiantes son los peores". Ella ya comenzó a llorar.
Dicen "registrarla", y la toquetean mientras ella llora a los gritos diciendo que no tiene nada. El que está a su lado mete la mano en el bolsillo del peto del jardinero de jean que lleva puesto, mueve su mano e irónicamente dice "es verdad que no tienes nada".
Pero entonces comienzan a decirle que se saque la ropa, que la tienen que revisar.
Ella llora, llora fuerte, tan fuerte que cada vez que pretenden estacionarse, los vecinos miran hacia el auto.
Ella pregunta por qué tiene que desvestirse, a lo que le contestan que los traficantes guardan la droga incluso en la vagina, y ella, llorando, gritando, dice "pero yo no soy traficante".
Todo es totalmente onírico, en cuatro manzanas ellos tratan de detener el auto y nuevamente tienen que volver a circular porque el llanto de ella llama mucho la atención. Ella no tiene ninguna duda de que este día, finalmente, va a ser violada.
Le preguntan a dónde va, y ella contesta sin dudar que va a su casa, le preguntan dónde es y ella da la dirección de su amigo. Se dirigen allá.
Llegados, le preguntan su nombre, le preguntan qué timbre deben tocar, y se bajan dos de ellos. El que maneja sigue intentando que ella no le vea la cara.
Los que se bajan tocan el timbre. Atiende la hermana de su amigo. Ellos preguntan por el Dr. Sánchez, ella pregunta quién lo busca, ellos dicen "Mario", ella pregunta "qué Mario", ellos contestan "La Policía". Ella pregunta qué quieren, ellos le dicen que traen a la hija del Dr. Sánchez que viene drogada, ella contesta que es imposible, ellos preguntan por qué, ella contesta "porque la hija del Dr. Sánchez soy yo". Ahí ellos le dicen el nombre de pila de ella, que sigue en el auto llorando, preguntándose cómo llegó a meterse en esa situación y cómo se hace para salir de ella.
Cuando ellos dicen su nombre, la hermana de su amigo, la verdadera hija del Dr. Sánchez lo repite en voz alta y le dice a la madre lo que está pasando.
La madre es una española republicana que se exilió en el País del Surrealismo, así que sale al balcón del 3er piso, y la llama a los gritos por su nombre.
En ese momento, cuando ella se da cuenta que hay alguien en el mundo que sabe que ella está ahí, que no ha desaparecido en las grietas del corrupto sistema policial, que ha vuelto a la realidad, deja de llorar.
Deja de llorar y se enfurece, y comienza a golpear la ventana del Volkswagen, gritando "ábreme la ventana, hijo de puta, ábreme la ventana".
El que conduce, al parecer intimidado o confundido por el curso que van tomando los acontecimientos, baja menos de 10 cms. la ventana. Y ella comienza a gritar: "Rosita, soy yo, me tienen secuestrada, dicen que tengo drogas pero no es verdad", con un volumen tal que se escuche en el balcón del tercer piso desde adentro de ese auto con sólo una franja de ventana abierta. Que se escuche en toda la cuadra, que se escuche en toda la ciudad.
Los policías, si es que lo son, cada vez se confunden más, y se nota que no saben qué hacer. Así que comienzan literalmente a no hacer nada.
El Dr. Sánchez baja, habla con ellos, quienes terminan, en serio, pidiéndole dinero para comprarse zapatos. Una vergüenza.
El les tira unos pesos, a ella la dejan bajar del auto. Sube con el padre de su amigo a la casa, donde la madre, Rosita, le prepara un té, y ella no sólo se siente cuidada y protegida, sino que una vez más, se siente una sobreviviente.

viernes, 25 de marzo de 2011

Ella Camina

No sabe el nombre de la calle, básicamente porque ni siquiera ha levantado la vista de los baldosones de la vereda desde hace un rato largo.
No sabe cuánto tiempo hace que camina, no piensa en eso. En verdad no piensa en casi nada.
Comenzó a caminar cuando viajaba en un colectivo que nunca antes había tomado, por lo que no sabía por dónde iba y desde las ventanas no reconocía nada de lo que veía, y de pronto sintió la necesidad, la urgencia, la inminencia de bajarse. Se levantó, tocó el timbre y se bajó sin tener idea de dónde estaba.
Es verdad que en esa época había muchos lugares en los que ella no sabía donde estaba.
Caminó y caminó. En realidad no recuerda nada del camino. No tiene noción de cuánto tiempo pasó, ni por dónde caminó.
En un momento, miró alrededor. Lo único que pudo distinguir era que había anochecido, que estaba en una avenida, y que no sabía ni dónde estaba, ni cómo hacer para volver a lo que entonces era su casa.
Tuvo una idea, buena realmente, y entró en un bar, y se acercó al mostrador, y compró una de esas extrañas monedas ranuradas que entonces se llamaban "cospeles", y fue al teléfono público y marcó el mismo teléfono al que había llamado el día que llegó "acá".
Le dijo al que atendió el teléfono que estaba perdida, y él, bien pragmático siempre, le preguntó el nombre de las calles que formaban la esquina donde se encontraba el bar. Ella dijo "Lavalle y Callao".
Hoy se ríe al pensarlo. Quién se pierde en un lugar tan céntrico como "Lavalle y Callao". Además ya tuvo que pasar más de cuatro meses en la sala de espera de la terapia intensiva del sanatorio que está en esa esquina.
Pero entonces estaba perdida.
El le dijo que camine por Lavalle en el sentido contrario a los autos, hasta llegar a la Av. 9 de Julio, "reconocés la 9 de Julio?" preguntó.
Hoy se ofendería, pero entonces afirmó, "sí, gracias". Hoy también se pregunta cómo hizo él para no reirse.
En vez de eso, él le dijo que al llegar a la 9 de Julio, caminara hacia la derecha, que pasaría el Obelisco, y ahí ella sabría reconocer dónde era que estaba viviendo.
Así que ella se puso nuevamente a caminar, tal como le había indicado. Encontró que la 9 de Julio estaba mucho más cerca de lo que su imaginación podría haber concebido, particularmente con esa sensación de estar en Karajoistan, y dio vuelta a la derecha, y vio el Obelisco, y siguió caminando hasta entrar con enorme alivio al edificio donde vivía.