sábado, 11 de abril de 2015

Errores

He tenido la fortuna de aprender, bastante temprano en la vida, a reconocer cuándo me estoy equivocando. Eso no necesariamente implica que deje de hacerlo, obviamente.
Pero sí soy capaz de hacerme cargo de mis errores.
Y ahí va: esta vez lo que pasó es que me embriagué de esta segunda adolescencia.
Teniendo todos los botones al máximo, todo el volumen al tope, sintiendo todo muchísimo, quise amar. Quise volver a sentir lo que significa amar.
Y me entregué a ciegas, con los ojos vendados y las manos atadas.
Y me puse a escribir cartas, a mandar poemas y a dedicar canciones.
Y mimé y atendí y acaricié y escuché.
Y me jugué toda, toda, a todo o nada.

Y salio doble uno, Snake Eyes.
Y perdí.

Entonces, como buena adolescente, sufrí, lloré, me hice daño, pero seguí. Seguí sintiendo, quizá disfrutando de esas penas de amor que sólo los adolescentes pueden estar dispuestos a aguantar.
Y por eso no me fui, por eso estuve dispuesta a aguantar lo que nunca debería haber aguantado. Por eso me quedé.

Y tal vez, también como parte de volver a sentir lo que significan los amores tórridos, ahora me retiro.
A sentir la ausencia, la falta, el agujero que queda cuando ya no está aquél a quien se amó.
A aprender de nuevo que se puede dejar de amar, que se puede olvidar, que se puede volver a estar sola.

Si en algo me equivoqué esta vez, es en haberme permitido sufrir tanto.

La próxima vez, que seguro la habrá, al menos que sea por alguien que valga la pena, alguien que también me recuerde lo que es ser amada.

Me pido disculpas a mí misma, y continúo...

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