Hay días en que hasta el pelaje de mi gato negro se pone polvoso; eso me indica que ha llegado el momento de ventilar mi cerebro. Entonces, corro bien las cortinas para dejar entrar el sol en mi departamento, riego las plantas, y, a la vez que apago el tocadiscos, imagino que abro las dos orejas y dejo salir las ideas que hace tiempo comenzaron a amodorrarse.
Acaricio al gato, quien me mira como si no entendiese, yo sé que sí entiende, sólo espera que yo le explique con palabras, y dejo de pensar en la escuela, las partituras, y mis padres, tan lejos, por cierto.
A veces aprovecho el estado de ánimo para salir a caminar, es saludable dejar que el mundo entre a mi cabeza. Uno mira la gente, su mirada tan ausente al pagar el pasaje de un colectivo. Trato de imaginar su vida, su casa, su familia, trato de no pensar en la mía, a pesar del bien que me haría su presencia, pero no me siento sola.
En días como este, trato de no ver a mis amigos, pues, aunque parezca contradictorio, no me dejan relajarme. Con ellos necesito estar pensando todo el tiempo, inventando en el momento preciso, respuestas precisas a preguntas filosófico - existenciales angustiosas e interminables. Ellos siempre creen que yo estoy bien conmigo, que ya me encontré a mi misma, yo no se a que querrán referirse.
Trato además de comer algo suave, que no lastime mi úlcera, pero algo suficientemente condimentado como para traerme recuerdos simples... y recuerdo la época cuando tenía confianza y podía darme el lujo de hacer un examen de conciencia, teniendo por evaluadores a dos o tres amigos.
Pero, invariablemente, con este humor, trato de no obtener conclusiones, en ningún aspecto, pues tengo la certeza de que estaría equivocada; mejor, procuro apagar la luz una vez que las frazadas me cubren totalmente, porque, a pesar de todo, creo que todavía tengo un poco de miedo a la oscuridad.
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