miércoles, 23 de noviembre de 2011

de vientos, tormentas y tempestades

Comienza la temporada de vientos.
Ya El Jugador de Ajedrez pagó su cuota y se fué, dejando atónitos a aliados y contrincantes.
La Jungla toda está a la espera, temerosos, desconfiados, enojados o decepcionados, pero sin saber aún hacia dónde soplarán los pamperos esta vez.
El Boxeador, en medio de la contienda, pierde a su madre y pega la vuelta y se va... Nadie sabe si volverá, si se quedará a vivir otro tiempo en la Jungla o será sustituido por otro extranjero.
Los pequeños animales domésticos que vivimos en la periferia estamos parados. Parados. Algunos con cierta idea de cómo o a dónde dirigirse, otros con más dudas que certezas. Algunos se paralizan, otros escapan hacia adelante.
En fin.
Mientras, al Colo "su Señoría" le tira por la cabeza su pedido de revisión, le dice que la "constitución" no existe para personas como él.
Mientras, a un yacaré le da un preinfarto, sólo por haber aprendido a estar más cerca de los demás, y no poder tolerarlo.
Mientras, las fieras enjauladas deciden, por no tener otra cosa que hacer, matarse entre sí, o a sí mismas.
Mientras, hay hormigas y abejas que pretenden seguir tejiendo, seguir construyendo, seguir activas, aunque soplen tempestades.
Y la temporada de vientos recién empieza....

jueves, 3 de noviembre de 2011

Ella llora

Ella tiene 19 años, está en la ciudad del cielo sin estrellas, es un día cualquiera, a media tarde.
Hace poco tiempo que pegó un cambio radical de volante, y tiene el pelo corto y negro, y en verdad que no se siente muy segura en el mundo. Viste ropa común, y no la habitual en su subcultural mundo de hasta hace poco.
Decide ir a casa de un amigo, y otro amigo la acerca con el auto; le ofrece llevarla hasta la puerta y ella no acepta, son pocas cuadras, puede caminar.
Al bajar del auto, siente un escalofrío que la recorre justo en el momento en que pone el pie derecho en el pavimento, sin embargo toca la pata de conejo que tiene por llavero, y supone que eso la protegerá ante cualquier eventualidad, total, no son más de 6 cuadras.
Es la época de la policía maldita, en realidad el fin de la policía maldita, con el anterior Jefe recién metido preso y la tropa sin trabajo, con armas, y con los malos hábitos adquiridos en la gestión.
Ella camina, camina.
En una cuadra hay una cerca que aparenta que en la manzana hay una construcción, hay poca gente. Se cruza en esa cuadra a dos varones, aparentemente jóvenes, no como ella, pero de esa edad en la que ella no los llamaría "señores".
Como corresponde a una "señorita", al cruzarse y sentir sus miradas, ella mira al suelo - no hay que mirarlos a la cara, sería una señal que podría malinterpretarse.
Pero al llegar a la esquina, esos mismos varones se le ponen enfrente. Ella no logra ver sus rostros porque literalmente pegan a su nariz una credencial que difícilmente ella podría alcanzar a leer, por la distancia y el poco tiempo que le dan, pero le dicen que son policías y la suben a un auto.
Un auto, digamos, un Volkswagen escarabajo, de los que allá se llaman Vochito, blanco, recuerda ella.
Son tres. Uno maneja y claramente intenta que ella no le vea la cara. Ella está justo sentada atrás de él.
Los otros dos, uno a su lado y el otro en el asiento del acompañante, comienzan a gritarle, a increparla, apurados, afirmando que ella tiene drogas, que se identifique, que seguro es traficante.
Ella sólo tiene como identificación su credencial de la Universidad, que parece enojarlos más, le dicen "los estudiantes son los peores". Ella ya comenzó a llorar.
Dicen "registrarla", y la toquetean mientras ella llora a los gritos diciendo que no tiene nada. El que está a su lado mete la mano en el bolsillo del peto del jardinero de jean que lleva puesto, mueve su mano e irónicamente dice "es verdad que no tienes nada".
Pero entonces comienzan a decirle que se saque la ropa, que la tienen que revisar.
Ella llora, llora fuerte, tan fuerte que cada vez que pretenden estacionarse, los vecinos miran hacia el auto.
Ella pregunta por qué tiene que desvestirse, a lo que le contestan que los traficantes guardan la droga incluso en la vagina, y ella, llorando, gritando, dice "pero yo no soy traficante".
Todo es totalmente onírico, en cuatro manzanas ellos tratan de detener el auto y nuevamente tienen que volver a circular porque el llanto de ella llama mucho la atención. Ella no tiene ninguna duda de que este día, finalmente, va a ser violada.
Le preguntan a dónde va, y ella contesta sin dudar que va a su casa, le preguntan dónde es y ella da la dirección de su amigo. Se dirigen allá.
Llegados, le preguntan su nombre, le preguntan qué timbre deben tocar, y se bajan dos de ellos. El que maneja sigue intentando que ella no le vea la cara.
Los que se bajan tocan el timbre. Atiende la hermana de su amigo. Ellos preguntan por el Dr. Sánchez, ella pregunta quién lo busca, ellos dicen "Mario", ella pregunta "qué Mario", ellos contestan "La Policía". Ella pregunta qué quieren, ellos le dicen que traen a la hija del Dr. Sánchez que viene drogada, ella contesta que es imposible, ellos preguntan por qué, ella contesta "porque la hija del Dr. Sánchez soy yo". Ahí ellos le dicen el nombre de pila de ella, que sigue en el auto llorando, preguntándose cómo llegó a meterse en esa situación y cómo se hace para salir de ella.
Cuando ellos dicen su nombre, la hermana de su amigo, la verdadera hija del Dr. Sánchez lo repite en voz alta y le dice a la madre lo que está pasando.
La madre es una española republicana que se exilió en el País del Surrealismo, así que sale al balcón del 3er piso, y la llama a los gritos por su nombre.
En ese momento, cuando ella se da cuenta que hay alguien en el mundo que sabe que ella está ahí, que no ha desaparecido en las grietas del corrupto sistema policial, que ha vuelto a la realidad, deja de llorar.
Deja de llorar y se enfurece, y comienza a golpear la ventana del Volkswagen, gritando "ábreme la ventana, hijo de puta, ábreme la ventana".
El que conduce, al parecer intimidado o confundido por el curso que van tomando los acontecimientos, baja menos de 10 cms. la ventana. Y ella comienza a gritar: "Rosita, soy yo, me tienen secuestrada, dicen que tengo drogas pero no es verdad", con un volumen tal que se escuche en el balcón del tercer piso desde adentro de ese auto con sólo una franja de ventana abierta. Que se escuche en toda la cuadra, que se escuche en toda la ciudad.
Los policías, si es que lo son, cada vez se confunden más, y se nota que no saben qué hacer. Así que comienzan literalmente a no hacer nada.
El Dr. Sánchez baja, habla con ellos, quienes terminan, en serio, pidiéndole dinero para comprarse zapatos. Una vergüenza.
El les tira unos pesos, a ella la dejan bajar del auto. Sube con el padre de su amigo a la casa, donde la madre, Rosita, le prepara un té, y ella no sólo se siente cuidada y protegida, sino que una vez más, se siente una sobreviviente.